miércoles, 4 de febrero de 2009

Not quite right

Si alguien me hubiera preguntado hace 3 semanas qué tanto quería regresar a México, la respuesta hubiera sido abrumadoramente convincente. Las expectativas, derivadas hasta cierto punto de la idealización de lo bueno y de aquella memoria selectiva, eran muy altas.
Por si alguien lo estaba pensando, no, no escribo para decir que a mi regreso he encontrado todo hecho un asco y que ya me quiero regresar. Mas he de confesar que ha sido algo muy raro, desde el momento mismo de pisar el aeropuerto.
¿Raro en qué sentido? Para empezar, aquellos irresistibles antojos de tacos de carnitas, ahora que estoy acá, se sienten como un antojo cualquiera, no hay esa desesperación para irme a comer fritangas los 7 días de la semana, aunque bien podría hacerlo. Cosa curiosa, ni siquiera ayer, 2 de febrero y día de atasque obligado de tamales, me importó demasiado no comer ni siquiera uno.
En otros sentidos, es como si el tiempo no hubiera pasado, como si nunca me hubiera ido. Recuerdo las cosas que hice poco tiempo antes de irme, los lugares a los que fui, y parece en verdad que han pasado apenas un par de semanas.
Lo que sí pasó, y que sabría que pasaría eventualmente, es que me topé de frente con algunas de aquellas cosas que tanto me molestan y me nefastean de este país y esta ciudad: la política y los políticos siguen siendo un asco y diciendo puras mamadas, el tráfico insufrible y bueno, otras cosas que no tengo que ennumerar pues todos los chilangos las conocemos perfectamente.
Pero en fin, el momento de epifanía llegó nada menos que en la condesa, lugar que nunca ha contado con mi aprobación pero que, si no tengo que manejar, me suele dar lo mismo. Yo la verdad no moría de ganas de ir pero ante mucha insistencia finalmente accedí. Una vez más, me doy cuenta que así como hay personas que no aceptan un NO como respuesta, hay otras que no saben decir NO.
El caso es que acabé yendo, primero a la mezcalería que no tiene nada de especial excepto la garantía de que invariablemente tienes que esperar por una mesa, si no es que te hartas antes y terminas tomándote tu mezcal (de pollo) parado, incomodando por supuesto a los "afortunados" que sí tienen mesa, pero que tienen que soportar tener su campo visual a la altura de la ingle de los parados. Ni tan chingón, ¿o sí?
La siguiente escala, con aire de eufemismo pues hay que deambular en el coche por lo menos media hora para tener un lugar de estacionamiento, si uno no está dispuesto a dejarle las llaves a esos oligofrénicos con chaleco del valet, era un lugar al que ya había ido hacía unos años (y recuerdo que la había pasado bien hasta que se puso hasta la madre), el pata-negra.
En verdad no entiendo cómo es posible que la gente se aperre para entrar, y que para lograr su cometido (ser "elegidos" por unos nacos con trajes de poliéster) estén dispuestos a jugar el jueguito de intentar caerle bien o incluso memorizar el nombre del cadenero, pretendiendo que lo conocen de años y que fueron los padrinos del bautizo de su sobrinita.
Como sea, no tuvimos que esperar más que un par de minutos, aunque poco tiempo duró el encanto de sentirnos importantes: ohhh sorpresa! el lugar estaba hasta la madre. Y lo increíble es que había mucha gente que a huevo quería bailar (era salsa night), por lo que además del calor humano y el evidente disconfort, los codazos y caderazos no se hicieron esperar.
Al final, tengo que decir que no la pasé mal, bailamos cuando el espacio lo permitió, y cenamos unos exquisitos tacos en el califa. Pero sin duda, podría haber sido una experiencia mucho mejor.
Y yo me sigo preguntando qué chingados le ven a la condesa...

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