martes, 27 de enero de 2009

So here we are... again

Como podrán imaginar si leyeron el post anterior, me vi forzado a dividir la experiencia del Australian Open en partes por obvias razones. Pero por supuesto no me limitaré a contar lo que pasó el primer día.
A la mañana siguiente, descubrí unas grandes quemaduras en mis brazos, opuestas a los codos. Aunque seguí las ñoñas recomendaciones de los anuncios que pasan en la tele (“there’s nothing healthy about a tan”) y me puse bloqueador cada 2 horas, el sol no perdona en el hemisferio meridional. Como sea, no había dolor lo cual es suficiente para mí.
Los 2 días siguientes transcurrieron como debían, esta vez con mi cuate Powell, en verdad un tipazo que por algunas razones no pudo estar presente el viernes. Pero pensándolo bien, no estuvo tan mal porque al menos tuve algo qué contar ese día.
Sin embargo, cuando estuvimos en la Margaret Court Arena viendo a González despachando a Gasquet en 5 sets, vi que le iba al hombre equivocado. Shame on you… como sea, fuimos testigos de un grandísimo juego que duró más de 4 horas, desde un lugar realmente privilegiado. Definitivamente, asistir al Australian Open es comparable con el ir al concierto de un buen músico, pues pagando una bicoca uno puede estar horas y horas al borde del asiento. Una experiencia única y memorable.
Lo que pasó al final, sin embargo, liberó más adrenalina de mis glándulas que horas y horas de tenis: al llegar (rayando por supuesto) al aeropuerto, nos informaron que nuestro vuelo estaba retrasado una hora. Nada grave, pensé, aunque una ligera mancha de preocupación invadió mi ser: tenía que llegar a Canberra esa misma noche pues tenía que empacar para irme temprano al día siguiente a Sydney y de ahí tomar el vuelo que daría inicio a mis vacaciones en nada menos que mi hometown (ingrato y pretencioso, ahora que lo pienso). Al final, hora y media después de la supuesta salida del vuelo, nos informaron que éste había sido cancelado, lo cual como podrán imaginar, casi me provoca un infarto y unas ganas tremendas de llorar. Todo se derrumbaba ante mis ojos; ese boleto que había cambiado 3 veces, el camión pagado por anticipado, el conteo regresivo que llevaba desde hacía 2 semanas. En fin, una verdadera catástrofe que los 140 dólares que nos ofrecieron para cubrir el hospedaje de esa noche no eran capaces de cubrir.
Historia larga, post (relativamente) corto: al final tuve que comprar otro boleto de avión para llegar a Sydney, dormir menos de 4 horas en un muy mamón Hilton, y cruzar los dedos para que el vuelo de la mañana siguiente sí saliera a tiempo, lo cual no ocurrió. Así que al final tuve que empacar en cuestión de 40 minutos y regresar en friega al aeropuerto, sin siquiera una oportunidad de bañarme ni rasurarme. Y sí, sus sospechas son ciertas: olvidé sus regalos, los que tanto trabajo me costó elegir. Como sea, eso me sirvió para batir una especie de récord que espero que exista, pues tuve que tomar 5 vuelos en un mismo día: el vuelo de regreso más nefasto en la historia del universo.
¿Pero saben qué? Al menos redescubrí un par de canciones que me llenaron el alma de cosas bonitas, muy necesarias en aquellos no tan distantes momentos de estrés y furia, y la verdad esperaría que hagan lo posible por escucharlas al menos una vez poniéndose en mis zapatos. Lo que uno agradece en esas circunstancias…
1) Arms of love, original de Robyn Hitchcock, reinterpretada por R.E.M. Una canción genial que me llega directo al corazón, sin importar dónde, ni cómo, ni cuándo.
2) When they ring the golden bells, original de no-sé-quién, reinterpretada por Natalie Merchant y Karen Peris. Simplemente hermosa, llena de esperanza, interpretada por 2 de las voces más emotivas que he escuchado en mi vida. Ese momento a los 48 segundos me derrite las entrañas…
Gracias.

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